Era un día de mayo de 2004, ya se notaba calor. A eso de las 6 de la tarde se me ocurre hacer una llamada a un cliente que me quedó pendiente de cerrar. Se trataba de un matrimonio al que no conseguí convencer del todo sobre las ventajas que aportan los servicios de cable de fibra óptica. El tren circulaba sin sobresaltos hacia Coslada, con la mitad de las plazas ocupadas.
Dos tonos, tres tonos, insisto, a pesar de que he hecho varias llamadas en las semanas anteriores sin ningún resultado, porque no había nadie casa. “¿Quién es?”, la voz de mujer suena quebradiza o quizá como la de alguien que se acaba de levantar, pero no le doy importancia, porque en otras ocasiones me pareció igual. “Soy Juan Ramón Martín de Auna, ¿te acuerdas que quedé en llamaros? (silencio) ¿está Manuel?”. “Es que.....es que...... Manuel tuvo un accidente el día del atentado del 11 de Marzo....”. No podría medir el tiempo de esos dos silencios simultáneos, el mío y el suyo. Creo que ella podía oír mi respiración, mi garganta era un nudo, y en ese momento me situé en su silencio, el silencio de un piso casi nuevo de matrimonio joven sin hijos, el silencio de persianas bajadas, el de un vacío inmenso cuando desistes de negar la realidad, el silencio, que hace insoportable el bullir de los pensamientos que se agolpan: voces, proyectos, sonrisas, discusiones, un albornoz con zapatillas de andar por casa, ¿borrados solo por coger un tren demasiado tarde o demasiado pronto para salvarse?. La memoria y el corazón se resisten.
“Ufff, lo siento mucho”. “Gracias, muchas gracias de verdad, pues mira es que de momento no voy a cambiar nada, pero llámame dentro de dos meses, vale?”. Su voz se había recuperado mucho mejor que la mía.
El marido perfecto decía la prensa, simpático, afable, con una mirada limpia e igual de generoso en su sonrisa. Él le cambió la vida y le hizo sentar la cabeza. Manuel me aseguró que él pensaba que las tarifas telefónicas que yo le ofrecía les interesaban, pero no había podido comentarlo con su mujer aún, y lógicamente no iba a tomar una decisión sin consultarlo con ella. Ya había tenido alguna discusión con ella por tomar decisiones por su cuenta y no quería repetirlo. Sus horarios coincidían muy poco.
Algo en mi instinto me dijo, antes de llamar, que aunque los dos trabajaban, no era lógico no recibir respuesta. En el mismo barrio que este matrimonio vive Mari Ángeles que trabaja en un herbolario al otro lado de las vías de tren, en un bosque de bloques nuevos y uniformes. Tiene al menos talento para ver cómo es una persona, su trayectoria pasada e incluso futura. Me explica que existen unas fuerzas alrededor de nosotros que nos pueden llevar hacia una buena vida o hacia problemas o incluso hacia la muerte. Añade que nosotros con nuestras decisiones y los pasos que avanzamos en una dirección u otra. Y aunque no seamos conscientes de ellos, alguna razón que nosotros ni siquiera sabemos, hace que nosotros mismos demos los pasos hacia la dicha o hacia la desgracia. Me puso ejemplos de víctimas de los atentados del 11 de marzo que cogieron un tren a una hora que no cogían nuca y se salvaron, y otros a los que el cambio les llevó a la muerte.
¿Por qué?, parece la única pregunta que sin necesidad de pronunciarse puede detener el silencio abrumador que produce el dolor, o la desazón de admitir que gran parte de lo vivido antes de un día fatídico, han pasado al terreno de los recuerdos que no se vivirán jamás. Es necesaria la pregunta y justo también conseguir una respuesta.
Dos tonos, tres tonos, insisto, a pesar de que he hecho varias llamadas en las semanas anteriores sin ningún resultado, porque no había nadie casa. “¿Quién es?”, la voz de mujer suena quebradiza o quizá como la de alguien que se acaba de levantar, pero no le doy importancia, porque en otras ocasiones me pareció igual. “Soy Juan Ramón Martín de Auna, ¿te acuerdas que quedé en llamaros? (silencio) ¿está Manuel?”. “Es que.....es que...... Manuel tuvo un accidente el día del atentado del 11 de Marzo....”. No podría medir el tiempo de esos dos silencios simultáneos, el mío y el suyo. Creo que ella podía oír mi respiración, mi garganta era un nudo, y en ese momento me situé en su silencio, el silencio de un piso casi nuevo de matrimonio joven sin hijos, el silencio de persianas bajadas, el de un vacío inmenso cuando desistes de negar la realidad, el silencio, que hace insoportable el bullir de los pensamientos que se agolpan: voces, proyectos, sonrisas, discusiones, un albornoz con zapatillas de andar por casa, ¿borrados solo por coger un tren demasiado tarde o demasiado pronto para salvarse?. La memoria y el corazón se resisten.
“Ufff, lo siento mucho”. “Gracias, muchas gracias de verdad, pues mira es que de momento no voy a cambiar nada, pero llámame dentro de dos meses, vale?”. Su voz se había recuperado mucho mejor que la mía.
El marido perfecto decía la prensa, simpático, afable, con una mirada limpia e igual de generoso en su sonrisa. Él le cambió la vida y le hizo sentar la cabeza. Manuel me aseguró que él pensaba que las tarifas telefónicas que yo le ofrecía les interesaban, pero no había podido comentarlo con su mujer aún, y lógicamente no iba a tomar una decisión sin consultarlo con ella. Ya había tenido alguna discusión con ella por tomar decisiones por su cuenta y no quería repetirlo. Sus horarios coincidían muy poco.
Algo en mi instinto me dijo, antes de llamar, que aunque los dos trabajaban, no era lógico no recibir respuesta. En el mismo barrio que este matrimonio vive Mari Ángeles que trabaja en un herbolario al otro lado de las vías de tren, en un bosque de bloques nuevos y uniformes. Tiene al menos talento para ver cómo es una persona, su trayectoria pasada e incluso futura. Me explica que existen unas fuerzas alrededor de nosotros que nos pueden llevar hacia una buena vida o hacia problemas o incluso hacia la muerte. Añade que nosotros con nuestras decisiones y los pasos que avanzamos en una dirección u otra. Y aunque no seamos conscientes de ellos, alguna razón que nosotros ni siquiera sabemos, hace que nosotros mismos demos los pasos hacia la dicha o hacia la desgracia. Me puso ejemplos de víctimas de los atentados del 11 de marzo que cogieron un tren a una hora que no cogían nuca y se salvaron, y otros a los que el cambio les llevó a la muerte.
¿Por qué?, parece la única pregunta que sin necesidad de pronunciarse puede detener el silencio abrumador que produce el dolor, o la desazón de admitir que gran parte de lo vivido antes de un día fatídico, han pasado al terreno de los recuerdos que no se vivirán jamás. Es necesaria la pregunta y justo también conseguir una respuesta.
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